La sensibilidad como valor: Es lo que nos hace despertar hacia la realidad, descubriendo todo aquello que afecta en mayor o menor grado al desarrollo personal, familiar y social.
Por Julio César Rojas Azuaje/ Periodista/ Carúpano-Estado Sucre
Escribe el afamado historiador venezolano Rufino Blanco Fombona
que el Libertador Simón Bolívar era sumamente
sensible y que “cualquier cosa pone a vibrar su sensibilidad y le atormentan
largas horas”. Sí, cualquier cosa lo sensibiliza, hasta las más íntimas
plumadas del más ínfimo gacetillero o del más oscuro “foliculario”. Los ataques
que la prensa dirigía contra el Padre de la Patria le impresionaban en sumo
grado. Y sobre todo la calumnia lo irritaba profundamente. Hombre público por
más de veinte años, su naturaleza sensible no puede nunca vencer esta
susceptibilidad, poco común en hombres colocados en puestos eminentes.
En esta
excesiva sensibilidad del Libertador están de acuerdo sus contemporáneos. Un
autor de Memorias observa lo siguiente: “Era el hombre más sensible a la
censura que yo he conocido”. A su alma ardiente y ofendida le parecen sin fuego
las defensas que en buena fe le realizan sus partidarios: “Mis enemigos son
muchos y escriben con gran calor. En tanto que en mis defensas son muy tenues y
fríos”. Quiere a todo punto evitar la torcida y maliciosa interpretación de su
conducta.
Tomaba su papel de Libertador muy en serio. Los elogios, con gustarle
mucho, le gustan menos que la recta interpretación de su pensamiento y de su
política. Del abate De Prade, que le celebra en París como superior a
Washington e igual a Napoleón y a Julio César, escribe; “El buen abate sabe
elogiarme, pero no defenderme”. Le desespera la idea de pasar por tirano. En
realidad no lo era, aunque los enemigos de su política de fundador lo
gratificasen en los últimos años con ese título. La opinión pública, en
cualquier país del universo, le preocupa mucho.
Su gloria, como él decía,
quiere conservarla intacta. Un oficial grafómano, pianista francés , con más
pretensiones que servicios, a quien el Libertador ha despedido del ejército, y
otros oficiales ingleses despedidos también, como Hippisdey, que aspiraban a
grados militares antes de haberlos merecido, le atacan en Francia e Inglaterra.
El periódico Times del 14 de abril de 1830 se le defiende. No le parece la
defensa en proporción con los ataques.
Benjamín Constant también le muerde,
azuzado por Santander, en los periódicos de París, con la buena fe del buen
liberal siglo decimonónico y la deficiencia del francés respecto a
informaciones del extranjero. De Europa le escriben que desprecie aquellas gratuitas
agresiones. “No, responde furioso, a Benjamín Constant no se le desprecia”.
El
literato Fernández Madrid que sabe cuánto sufre el Libertador ante las
calumnias y las injurias y aún las simples censuras con que le gratifican
dentro y fuera de América los naturales adversarios de sus veinte años de
actuación política, y que además le sabe enfermo y envejecido prematuramente,
le escribe, confortándole: “Es preciso, mi respetado amigo, que usted se cuide
mucho. El alma de fugo de usted, la vehemencia de sus sentimientos devoran su
físico. Perdóneme usted, que le diga que usted es demasiado sensible a la
maledicencia, olvidando que, la verdad y la virtud siempre han triunfado de
ella; que los más grandes hombres, los más ilustres benefactores de la humanidad,
han tenido en todos los tiempos enemigos y detractores, que el propio
Washington fue acusado de cometer arbitrariedades, despotismo y hasta de
cometer robos”.
El Libertador mantuvo una naturaleza muy sensible hasta
momentos antes de fallecer. Bolívar estaba ya en plena decadencia física. La
muerte se le iba acercando, las energías, claro está, no eran las mismas. Las
alevosías, las injurias cada día arreciaban. Ya no tenía ganas ni fuerzas para
tomar la pluma y rebatirlas personalmente como antaño. Y no se trataba de
agresiones fortuitas, se trataba que en Bolívar se vinculara la idea de la
unidad de América.
Los pueblos, y sobre todo los intrigantes y ambizuelos de
cada país, sin nombre ni servicios para más, no querían vivir unidos ni formar
grandes naciones, sin dividirse ni subdividirse en republiquitas microscópicas,
del tamaño de la ambición de cada caudillito. La mayoría de esos caudillos no
veían más allá del campanario de la iglesia principal de su aldea. Bolívar,
aunque ya envejecido y enfermo, contra él iban todos los tiros, aun los tiros de
la calumnia. Era el blanco y el estorbo de todas las ambiciones subalternas y
también lo era la de todos los reaccionarios. Por último, el odio y las
pequeñeces rodean los ´días finales del Libertador cuya honda sensibilidad lo
condujo a la triste tumba…